Pocas veces se ve el aprendizaje de un dios. Los primeros balbuceos por comprender el mundo. Las reflexiones cuando se ve rodeado por seres de intelecto inferior, esos humanos adultos. Y la voluntaria ocultación en la inopia que se le supone a cualquier bebé. Aquí es posible acompañar en los tres primeros años de vida a un ser de inteligencia superior. Algo imposible y lúdico que hace correr las pupilas a través de sus páginas.

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Amélie Nothomb (Kobe, Japón, 1967) trabaja en algunas novelas desde su experiencia autobiográfica. Esta es una de ellas. Sus experiencias vividas en Japón se entremezclan con otras que son suyas pero fueron relatadas por sus padres. Con una imaginación profusa y un lenguaje limpio, Nothomb conduce a través de unas novelas que suelen ser contundentes sin necesidad de sobrevolar una gran extensión de páginas.
Metafísica de los tubos es un paisaje de la memoria. No de cualquier mente, claro. Amélie nos introduce en la prematura historia de un bebé superdotado que se reconoce dios. Lo da por hecho. Parte de la nada y como ese dios es consciente de la inexistencia como algo placentero. Apenas deja correr por sus orificios una alimentación indiferente y una excreción consecuente. Es por todo ello que considera que su condición existencial es la de tubo.

El tubo como forma perfecta por la que transcurre el universo sin alteraciones. Así, durante los primeros años de vida, este dios opta por la presencia vegetativa. La contemplación, la letanía. El mundo es un escenario que no merece atención. Se embulle en sus reflexiones y prescinde de todo materialismo. Se vuelve un dios-tubo.
Hasta el momento del grito. El horror tras una de sus conclusiones. La atmósfera se vuelve hostil y más incómoda lo hará este dios. Solo una visita casual y un regalo inesperado le hará abrir su mente a una nueva dimensión. Le nacerá el discurso interno. Esa voz que todos llevamos dentro.
Amélie Nothomb es muy perspicaz en ese instante. Con la voz interna se crea el “yo”, la identidad. La novela pasa en ese momento de una tercera persona narrativa a una primera persona biográfica. Aquel dios lo considera un verdadero nacimiento, aunque lleve años con vida. Ahí se estampa la rúbrica. Nace el reconocimiento del yo más allá del factor de divinidad.

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La obra presenta un verdadero humor ególatra y contundente, trenzado entre el hábito de exploración y la reflexión filosófica de su condición de entidad superior. La conducta de los propios padres, que siempre se ven perdidos en el trato que merece su vástago-planta, como le consideran, es un buen ejemplo de ello. Otro bien puede ser el contraste entre la avanzada consciencia del dios y la limitación absurda de su cuerpo físico de bebé, que se ve frenado cuando intenta hablar y no goza del control mínimo de su boca para vocalizar, por citar otro ejemplo.
Salpicado de referencias culturales de Japón, esta novela ahonda en las personalidades y costumbres de los ciudadanos de aquel país, universalizando conductas y defectos que se repiten en todas partes. Además atraviesa discursos que aún siguen encendidos como el machismo o la aceptación ante el dolor y la pérdida.
Arranca la novela narrando:
“En el principio no había nada. Y esa nada no estaba ni vacía ni era indefinida: se bastaba por sí misma. Y Dios vio que aquello era bueno. Por nada del mundo se le habría ocurrido crear algo. La nada era más que suficiente: lo colmaba.
Dios tenía los ojos perpetuamente abiertos y fijos. Si hubieran estado cerrados, nada habría cambiado. No había nada que ver y Dios nada miraba. Se sentía repleto y compacto como un huevo duro, cuya redondez e inmovilidad también poseía.
Dios era la satisfacción absoluta. Nada deseaba, nada esperaba, nada percibía, nada rechazaba y por nada se interesaba. La vida era plenitud hasta tal punto que ni siquiera era vida. Dios no vivía, existía.”
Disfruten del viaje, futuros lectores.
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