La visión lo es todo. Una civilización, como una novela, se construye con los ojos. La imagen del otro, el control del espacio, las señales en los caminos, la información de las palabras, incluso dónde comer y descansar. Sin esa visión, ¿cuánto tardaríamos en adoptar la animalidad como norma? Esa pregunta queda respondida en la novela. Se exponen las verdades que se olvidan tras los protocolos de la costumbre y la ley. Como en una bocanada de aire caliente, los personajes de esta novela deberán bracear entre la niebla y el miedo. El terror son los otros. La fragilidad anida dentro. Vivir a oscuras podría sobrellevarse. Vivir en un mundo en el que todos estén a oscuras sería un purgatorio sin salida.

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José Saramago (Azinhaga, 1922 – Tías, 2010) es un científico literario. Proyecta aquí el experimento de una ceguera repentina que asalte aleatoriamente a ciudadanos y nadie sepa cómo detenerlo o por qué sucede. Pero ha escrito numerosas obras que guardan múltiples reflexiones. Autor de novelas, poesía, relatos, crónicas, teatro, historias infantiles, diarios, viajes y memorias. Sin duda, un creador prolífico. Con una imaginación y un dominio del lenguaje que le llevaron a la investidura del premio Nobel de Literatura de 1998.
La novela genera un extraño encantamiento. La creencia silenciosa de que si se levanta la vista de sus páginas va a sobrevenir la ceguera de sus protagonistas. Saramago va desgranando poco a poco un paisaje de ansiedad en el que se intenta bregar con las normas cívicas mínimas a las que estamos acostumbrados. Pronto se descubre la fragilidad de la realidad tácita en la que nos movemos. Conceptos como el de la higiene, la propiedad o la intimidad se volatilizan. Vivir es sobrevivir, las máscaras y capas que nos recubren revelan su futilidad. Lo que somos es algo más grotesco que lo que proyectamos ser.

Punto de Lectura
Con un lenguaje accesible, el autor pivota entre personajes y momentos hasta encontrar reposo como narrador en la perspectiva de una mujer que estará en el núcleo de la enfermedad, rodeada de víctimas y con el ardiente secreto de ser la única que conserva, por el momento, la visión. Un testigo en tales circunstancias puede sufrir más allá del dolor, la vergüenza, la violencia y la culpabilidad. Sufre por los demás, sufre presenciando lo inimaginable y temiendo lo que vendrá. No hay vuelta atrás, parece recordarnos Saramago. El conocimiento es una herida irreparable. Y por esa misma herida agonizará las personas lúcidas en un mundo cegado por los instintos.
Y es que Saramago es un gran humanista. Defiende, con sus originales tramas, verdades amargas que nadie querría oír para no salpicarse de la implicación necesaria que es debida por todos. Como un recordatorio, una pequeña campana que vibra al fondo de una sala. Así sus novelas tratan de despertar las voces del lector que conmueven a la acción. Es necesario actuar con cierta visión constructivista, con respeto hacia un proyecto común, que es vivir mejor como civilización. No habla de países, apunta a que se sea la mejor versión como persona. ¿Sería tan difícil como lo plasma en la novela? Queda en el lector la respuesta.
Arranca la novela narrando:
“Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así lo llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado.”
Disfruten del viaje, futuros lectores.
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