CALLADITOS, MÁS GUAPOS

Dio un duro golpe en la mesa de la cocina mientras aferraba su móvil. La información era contradictoria. Las fuentes que seguía Antonio venían asegurando que no hay de qué preocuparse. Pero los periodistas de algunos medios declaraban la emergencia en todo el territorio español. Y no firmaban ellos solos la exclusiva. Venían respaldados por entrevistas a profesionales del sector sanitario, doctores serios, especialistas en alguna palabreja extraña con las que nombran a las infecciones o contagios. A saber si esos títulos eran falsos, le cuestionó una voz en su cabeza. Por supuesto, Antonio no clicó en el vídeo de la entrevista destacada que aparecía en la pantalla de su móvil. Pasó su pulgar una y otra vez, leyendo muy por encima aquella noticia. Luego fue directo a Google de nuevo. <<Virus no es para tanto>> escribió justo antes de darle a Buscar. Leyó un par de entradas de un blog, unas declaraciones de un cantante y una noticia, recomendada por el algoritmo de la web, sobre el último fichaje de su equipo favorito. Se levantó y, tomando su taza de café, se dispuso a fregar lo acumulado de la cena.

-Buenos días -dijo su mujer, dándole un beso en la mejilla antes de recargar la cafetera-. ¿Se sabe algo más?

-Que es todo una exageración. Hay más miedosos hablando que gente hecha y derecha.

-Vamos, lo que ya sabíamos -coincidió ella mientras buscaba sus cereales en el estante superior.

-Si es que no hay que creerse todo lo que dicen… ¡Se creen que somos idiotas!

Dirección al trabajo, Antonio iba en su coche oyendo la radio. Sentía esa imperiosa necesidad de estar informado a cada momento. En las emisoras hablaban sin cesar sobre el virus, los contagios en otros países, el plan de reacción. Antonio, por su parte, aferraba con fuerza el volante por no gritar de indignación. Porque aquello eran bulos, malditas exageraciones, desde su punto de vista. Y, seguramente, en ellos recaía la culpa de que hubiese tanto tráfico, responsables de la histeria. Había que mantener la mente fría ante imprevistos, siempre defendía esa posición frente a todos. Y creía recordar que había cumplido en todo momento con aquel papel. Pero esto le sacaba de sus casillas.

No le molestó tanto cuando, al final de la jornada de trabajo, su jefa les informó de que deberían hacer teletrabajo en casa desde el siguiente día. Mientras escuchaba, no podía evitar reírse por lo bajo de solo imaginarse contando a su mujer que por miedos infundados tendría vacaciones pagadas.

-Menuda prima, ¿eh? -susurró a un compañero de la empresa, una vez que le ordenaron desalojar el local.

-¿Disculpa?

-La jefa. Mira que darnos vacaciones por esa tontería… -bufó poniendo los ojos en blanco.

-No son vacaciones. Es por precaución. Y habrá que seguir trabajando por internet.

-Sí, claro. Vamos a estar todos a las nueve de la mañana, vestidos con camisa y corbata, frente a la pantalla del ordenador hasta las dos de la tarde. ¿Quién se cree eso?

-Es trabajo, Antonio. Hay que ser responsables.

-¡A mí no me timáis! ¡Je! Vaya miedosa, la jefa. ¿No te parece que deberían sustituirla del cargo? Va a generar pérdidas a la empresa que… 

-Mira, debo irme, Antonio. Tengo que pasarme por el supermercado a por comida y un par de cosas. Por lo que he escuchado en la radio se está barajando implantar el Estado de alarma. Y puede suponer quedarnos en casa confinados un tiempo. Cuídate.

-¿Confinado en casa? ¡Y una leche voy a quedarme en casa! Que vengan los militares, que vengan a por mí -continuó protestando junto a su mesa, pero ya nadie quedaba en la sala. Saberse alguien sereno durante las alarmas sociales le hacía caminar con un porte de héroe. Como si tuviese el poder. Él, Antonio, al que nadie consigue doblegar. Que nunca dejó de hacer lo que quería ni aunque su padre se lo ordenase cuando era un chaval.  <<Menos por un resfriado>>, sentenció en voz baja camino del coche. Una vez dentro, le extrañó haberse quedado el último en el aparcamiento. Solía ser de los primeros en irse. Pudo observar que el tráfico seguía incesante en la avenida próxima. Encendió el motor y, en aquella intimidad del vehículo, decidió que igual era buena idea pasarse por el supermercado antes de llegar a casa.

Cuando llegó a su hogar cargado de bolsas, lo primero que le sorprendió fue que los niños salieran a saludarlo. Se les suponía en el colegio hasta las tres de la tarde y por el dinamismo de su recibimiento no parecían convalecientes. Fue hasta el armario que usan como alacena y se le cayó al suelo un par de bolsas ante la imagen. Los estantes estaban repletos de latas, cajas y paquetes. Miró los dos formatos familiares de papel higiénico que allí había e inmediatamente al que tenía sujeto bajo el brazo. Hizo cálculos. <<Somos cuatro en casa, en cada paquete vienen doce rollos, tenemos tres paquetes, más el rollo que estará haciendo guardia en el baño, se debe restar el factor toallitas de los niños.>> Concluyó que todo ello hacía un resultado de superávit en cuestión de culos limpios.

-Anda, tú también has comprado -confirmó su mujer desde el marco de la puerta-. Salí antes del trabajo para recoger a los niños. Resulta que han cancelado las clases durante quince días. Oí a otros padres tan alarmados por los suministros que… Bueno, ¿qué más da prevenir? Total si ya tocaba comprar cosillas.

-¿No fuimos a comprar hace tres días? -preguntó recogiendo las bolsas del suelo.

-¿Entonces por qué has comprado tú?

-No, si yo… Yo lo hice por las ofertas. Había tres por dos y cosas así. Ya sabes, el marketing neuronal. Juegan con nosotros los malditos publicistas. A todo esto, ¿por qué tanto papel higiénico?

-El papel del váter es como el bitcoin ahora mismo, Antonio.

-Claro -concluyó sin entender nada pero con gesto grave.

Las tardes están para prepararse a la noche más oscura. Así lo tenía asimilado Antonio desde los treinta años. Y no es que las aprovechara para hacer deporte, leer o meditar. Él se preparaba con unas cañas en el bar de la esquina antes de la cena. Allí se reunía con vecinos con los que discutía de todo un poco, el tiempo de liquidar el par de vasos o hasta que tuviesen que irse a otros compromisos. Pero ese día fue diferente. Cuando iba por la mitad de su primera cerveza, el dueño del bar aconsejó a su clientela apurar sus consumiciones porque cerraría en unos minutos. El motivo,  el dichoso virus. La sabida precaución. Y el vecino del otro lado del pasillo de Antonio, Rogelio, parecía apoyar la decisión de aquel regente del establecimiento, apostando por que no se podrían reunir en un par de semanas. Eso fue suficiente. Antonio, hastiado por la credulidad de sus vecinos, declaró que a él nadie le iba a impedir hacer vida normal. Que eran sus derechos. Puso un par de monedas en la barra y se marchó malhumorado, afirmando que allí le verían mañana mismo, a la misma hora. <<¡Antonio no deja que otros le digan lo que hacer!>> gritó desde la puerta, pretendiendo solemnidad con ese uso de la tercera persona para hablar de sí mismo.

Al llegar a casa, su mujer le ordenó que ayudara a sus hijos con la ducha. Los niños, enganchados a la videoconsola, no le hacían ni caso. Angustiado, sentenció que les dejaría jugar quince minutos más y que luego irían directos al baño. Ellos no hicieron la menor señal que confirmasen que le habían oído. Fue hasta el salón, se sentó junto a su mujer en el sofá y cerró los ojos un instante.

-Acaban de declarar el Estado de emergencia por la televisión. Con efectos inmediatos. Cuarentena de todos en sus hogares durante quince días -informó con voz de Secretaría General.

-¿Qué dices? ¿Es cierto? Joder… Pues yo les he dicho a todos que a nosotros no nos mandan ni nos dicen qué hacer -argumentó Antonio, torciendo un poco los hechos-. Tenemos que pensar en algo, ¿eh? Se van a reír de nosotros con altanería. Nos van a mirar tras esos quince días y se van a reír. Que son muy listos…

-Bueno, pues no sé. Es que tú también, ¿para qué dices nada?

-Déjame pensar, déjame pensar. Lo arreglaremos. Buscaremos un término medio entre quedarnos enclaustrados y hacer lo que queramos.

-Yo no pienso infectarme por una tontería.

-Ni yo, joder. Pero… tampoco quiero quedar como el tonto del bloque. Es decir, que seamos los tontos del bloque. La familia lela. Los padres bobalicones.

-Claro que no. Ni eso ni moquear con el virus, Antonio -terció ella de brazos cruzados.

-Algo pensaré. Dame un rato… ¡Niños, se acabó el juego! ¡Al baño he dicho! -gritó desde el sofá, bajo la presión de aquel nuevo escenario-. Además, seguro que esto del virus es un resfriado tonto…

-Al final, ya verás.

La habitación estaba a oscuras. Las cortinas estaban iluminadas con suavidad, con tonos anaranjados, por farolas de la calle a varios pisos por debajo. Algún ruido de motor llegaba hasta allí, amortiguado por la lejanía. Alguien oía un televisor a buen volumen. Por lo demás, todo era silencio. Antonio, girado hacia su lado de la cama, cavilaba sobre aquella situación. Lo primero que pensó fue que una cuarentena no sonaba a vacaciones. En general, por el factor niñosveinticuatrosiete. Además, estaba el elemento de la libertad. No podían prohibirle su libertad deambulatoria. No era un maldito criminal, se decía. Pero, por otra parte, entendía que había que parar a ese bicho. Mientras estuvo sentado en el váter, leyó en su teléfono el número de muertes e infectados en su propio país. Aquello le alarmó. Miró al rollo de papel higiénico y dijo en voz baja <<Bitcoin>>. Por lo que ahora, con la colcha  cubriéndole hasta el pómulo, reflexionaba sobre la necesidad de salvar su imagen sin perecer ante la enfermedad que recorría ya toda Europa. Su empresa, por supuesto, estaba clausurada hasta nuevo aviso. Su cafetería, su bar, el quiosco y hasta el maldito museo estarían cerrados. Entonces se preguntó: <<¿A dónde voy si salgo con el paripé de ir al trabajo?>>. Y algo se iluminó ante sus ojos. Bien pudo ser los faros de un camión pasando el badén de su calle. Él lo asimiló a un cruce de ideas. No solo haría el paripé de ir al trabajo. Haría el teatrillo de ir. Es decir, procuraría que toda la familia se preparase para hacer vida normal, se encargaría de que lo escuchasen hablar y moverse con la firme intención de ir a trabajar, dejando de paso a los niños en cualquier academia privada. Todo ello, de palabra, a través de las paredes. Y luego el gesto de volver al mediodía. Que lo oyese bien su vecino Rogelio. Esa era la clave. Ahora lo veía nítidamente. El tema sería cómo pasar desapercibidos durante la mañana. Pero eso era un problema del futuro. Estiró la colcha y se perdió bajo su cobijo y el sueño.  

A las siete de la mañana despertó a su mujer. Le contó su parafernalia con todo lujo de detalles, ella lo mandó al infierno. Tras un café y mucho insistir, consiguió que aprobara su plan de teatro como distracción para aquellos días tan largos. Ella se destacó mucho más práctica que su marido, pero en su fuero interno tenía un orgullo tan grande como el de él. Aquello no podía dejarles en ridículo frente a los demás, coincidían. Tenían que salir. Que la gente aprendiese que son independientes y valientes. Entonces, mientras Antonio se duchaba, ella comenzó a elucubrar qué harían durante la mañana. Desayunaba tranquila, disfrutando del café a suaves sorbos. Se notaba que casi nadie iría a trabajar porque el silencio en aquel bloque era palpable. Además, apenas se oían vehículos por la ventana abierta de la cocina. Era una paz enferma, pero paz. A mitad de sus cereales, casi se atragantó con la respuesta que buscaba. Fue al baño y abrió la puerta de la ducha.

-¿Qué estás haciendo? -dijo Antonio mientras trataba de abrir los ojos bajo el correr del agua, con un respingo por el frío que se colaba por la puerta abierta.

-Ya sé qué debemos hacer durante la mañana. ¿Estás preparado? Haremos como que salimos, volveremos a entrar y ¡no haremos absolutamente nada!

-¿No hacer nada es lo que sugieres hacer? -preguntó muy confundido Antonio, con su desnudez igual de expuesta que su incomprensión.

-Exacto, nada.

-¿Podemos hablarlo cuando termine de enjuagarme los sobacos?

-Absolutamente nada -continuó, haciendo caso omiso-. Silencio sepulcral. No quiero ni un mueble crujiendo ni el correr de un grifo ni una televisión encendida. Vamos a engañar a todos haciéndoles creer que nos saltamos la cuarentena. Es puro sentido común.

-Vale, lo que tú digas. Pero, ¿puedes cerrarme la puerta de la ducha? -rogó Antonio.

-Mira, una cosa bien seria te voy a decir. No quiero que nadie se contagie lo más mínimo. Ni un rato, ¿me entiendes? -amenazó con su dedo índice directo a su pecho-. Ni tos ni carraspeo. O duermes en el portal el resto de la cuarentena.

-Si toso será por la conexión de aire que estás creando entre la ventana abierta de la cocina y mis ingles. ¿Puedo terminar de ducharme, por favor?

-Voy despertando a los niños. Date prisa o no llegarás al trabajo, Antonio.

Cuanto más protestaban los niños, más les imponía tareas en cuanto a su vestuario. Eso generaba más ruido de sus agudas voces, justo lo que pretendía. Sabía que aquel dormitorio daba pared con pared con el salón de la familia de Rogelio. Que escuchasen las réplicas de buena madre, el arrastre de mochilas, las puertas del armario que siempre cerraban mal. No le importaba dejar caer las perchas por accidente o cerrar con intensidad los cajones de la cómoda. Lo importante era dejar claro qué hacían. Voceó el desayuno de los niños mientras lo preparaba. Antonio les saludó con mucha expresividad, cosa que desconcertó a los chicos, quienes no reconocían del todo a su padre. Entre colacaos y tostadas, les contó el plan en forma de juego. Su madre les obligó a elegir un libro o tebeo con el que pasarían toda la jornada matutina. Por supuesto, los niños prefirieron la playstation. Se reunió el consejo de sabios en el salón y decretaron como padres que les dejarían jugar si lo hacían sin sonido y no gritaban cada vez que alguno de ellos perdiese la partida. Juramentos concluidos, fueron a terminar de arreglarse. Con mochilas, maletines y bolsos, vestidos en formato lunes-cualquiera, se posicionaron frente a la puerta de salida.

-Tenemos que hacer lo que tenemos que hacer -trató de recordar Antonio, mirando a sus hijos.

-Claro, papá -respondieron al unísono-. Y luego play.

-¡Shh! ¿Qué hemos dicho, guapitos? -intervino su madre–. ¡Vais al colegio!

-Van a la academia, cariño -corrigió Antonio en un susurro-. Los colegios han cerrado por orden del gobierno.

-¡Vais a la academia! -continuó su esposa-. Nada de alegría, siempre decís que es un rollo, no finjáis ahora que os encanta las clases, que nos conocemos.

-Vale, nos pondremos como si tuviésemos examen de matemáticas -concedió uno de ellos.

-¡Abrimos! ¿Preparados? -preguntó Antonio mirando al grupo.

-Yo tengo que ir al baño antes de salir, papá -dijo el otro chico.

-Pero si vas a volver en treinta segundos, chaval -susurró su padre con una sonrisa y un guiño.

-Pero no podré tirar de la cisterna y tengo que ir para cosas importantes -justificó el pequeño.

Entonces los padres se miraron. El niño tenía razón. El uso del baño quedaría terminantemente prohibido durante la mañana. No podía permitirse que se siguiera oyendo la cisterna si no estaban en el apartamento. Así que deberían hacer ronda de baño antes de salir por aquella puerta. Así pues, se interrogaron unos a otros sobre las necesidades escatológicas a las que estaban sometidos. Solo el pequeño hizo fuerza mayor. El padre, apenas un riachuelo. Todos desahogados, enfilaron hacia la puerta de nuevo. Se miraron en silencio y, preparados para la acción, comenzaron su espectáculo.

-¡Qué suerte tienen los que no van a trabajar! -gritó abriendo la puerta con fuerte acento irónico-. Venga, chicos, a la academia se ha dicho.

-Pero queremos quedarnos en casa… -dijeron a coro los pequeños con ninguna convicción pero el guion bien aprendido.

-Tenéis que quejaros más o no habrá play en toda la mañana -les susurró la madre, llevándolos por los hombros escalones abajo.

Los niños pronto captaron la gravedad del asunto y comenzaron a berrear como si se hubiesen quedado sin regalos de reyes, sin tarta de cumpleaños, sin vacaciones de sol y playa, como si las piscinas de bolas nunca existieran y jamás volviesen a fabricar un helado en lo que resta de siglo.

-¡Venga, la sociedad no se va a mover sola! -gritó de nuevo Antonio, dando un terrible portazo que resonó por el hueco de la escalera como un cañonazo decimonónico-. Al menos, somos gente responsable, ¡no como otros!

-Venga, Antonio, voy arrancando el coche -voceó su mujer, con satisfacción desde la entreplanta.

Entonces todos quedaron en silencio en ese escalón triangular que recoge la esquina. Se escuchaban algunos movimientos dentro de los pisos de las plantas próximas. Un arrastramiento de sillas, los muelles de una cama, un par de platos sobre una encimera, también alguna cisterna. Antonio y compañía esperaron unos quince segundos más. Los niños reían porque entendían aquella pantomima como un juego. Pero para Antonio y su mujer era algo muy serio. Era el honor, la imagen pública, lo que se estaban apostando. Algo que ninguna autoridad iba a menoscabarles, según su extraña convicción. Y que tendrían que defender cada día de la cuarentena.

-Ahora, Antonio, sube despacio y ve abriendo la puerta -ordenó aquella mujer con ojos de sargento-. No has echado los cerrojos, ¿verdad? Bien, bien. Cuando tengas la puerta abierta, vamos subiendo, uno a uno, de puntillas. ¿Preparados?

Los niños asintieron y allá que fue Antonio. Subió con la habilidad de ninja desentrenado que le caracterizaba, siempre y cuando supiese balancear su sobresaliente barriga, tomando impulso con la propia gravitación. Una vez frente a la puerta, bajo la pendiente mirada de su familia, maldijo haberse echado todo el manojo de llaves al bolsillo. Sacarlas haría ruido y es lo último que pretendía. <<No puede enterarse el desgraciado de Rogelio…>> murmuraba mientras metía con delicadeza los dedos en su bolsillo. Apretó el llavero contra su propia pierna y fue tirando hacia arriba, poco a poco, conteniendo el aliento y evitando mirar a sus hijos, quienes no paraban de reír al ver la cara de su padre, roja del esfuerzo y con los ojos saltones mirando al vacío. Una vez salió la gran bota de metal, recuerdo de cuando hizo su camino de Santiago, apresó el total de llaves dentro de su puño. Miró sonriente a su mujer y esta le hizo aspavientos para que se diera prisa. Entonces se llevó el puño al pecho, torció su cuello sobre la barbilla, y comenzó a desgranar llave por llave, con dedos trémulos, hasta encontrar aquella que abriese la puerta de casa.

Con la correcta al fin, apretó el metal hasta que sus yemas se volvieron blancas y amarillas. Introdujo muesca a muesca con el oído bien abierto. Giró la trampa y empujó la madera casi con todo el cuerpo, en un extraño cadera con cadera para hacer progresiva la apertura. Una vez desapareció dentro, el primer niño subió con saltitos amortiguados por las punteras. El segundo de ellos, fue de la mano de su madre, parándose en cada escalón para respirar y contener el aliento. Una vez frente a su puerta, mientras entraban ambos, la madre tiró de su brazo con prisa. Pero aquel movimiento brusco hizo al niño soltar el rotulador que llevaba en la otra manita, el cual cayó sobre el pasillo, rodando con mala voluntad hasta la puerta del vecino. Antonio, que lo vio caer, como a cámara lenta, se llevó una mano a la boca mientras maldecía su suerte si tendría que ir hasta la alfombrilla del otro lado del pasillo para recuperarlo. La madre llevó a sus hijos frente a la videoconsola y allí les quitó las mochilas mientras se encendía la máquina, ya con el sonido silenciado en la pantalla. Antonio, dio un paso al exterior. ¿Podría cogerlo y volver sin ser visto? Se preguntaba a sí mismo mientras seguía tapándose la boca por pura tensión. Se descalzó para minimizar el sonido. Con cuidado, dejó sus zapatos detrás de la puerta y procuró dejarla encajada. Fue paso a paso, en dirección a su objetivo. A la mitad del pasillo quedó congelado por un grito de un vecino, dos plantas por debajo, que prohibía a su hijo ir a la calle a jugar al fútbol. Continuó la misión, en un acto de argucia, y pensó que le gustaría ser como Aquiles, al menos el Aquiles de Brad Pitt, porque no se había leído ninguna obra donde lo nombrasen.  Así se veía al menos. Aunque su cuerpo fuese tres Pitt, su corbata fuese lo más parecido a una espada que portase, y su camisa distaba de aquella vestimenta de guerrero. <<¡Vamos, Aquiles, ya casi lo tienes!>> se dijo cuando estaba a solo dos pasos del rotulador. Comenzó con las maniobras de aterrizaje. Fue flexionando sus rodillas, encorvando la espalda sin ceder a la cadencia de su ombligo que le llevaba ventaja. Su rodilla izquierda crujió al tocar suelo, quedando en posición de caballero medieval que espera ser investido por su rey. Alargó el brazo pero la camisa le hacía tope por la espalda. Debía girar su cadera. Puso su mano derecha sobre el frío suelo y estiró su izquierda para aferrar aquel rotulador. Y en ese momento comenzaron a descorrerse los cerrojos de la puerta que tenía a menos de metro y medio.

-¡Joder, Antonio! -se dijo sin separar los dientes, con el rostro encendido y los ojos completamente abiertos. Se levantó a toda velocidad, bufando como un animal acorralado, giró sobre sus calcetines y corrió al hogar. Iba pensando que lo último que necesitaba era que lo encontrase el vecino en esa actitud tan ridícula, rojo del esfuerzo, con la frente perlada de sudor y sin zapatos. Él tenía una imagen que mantener. Cerró la puerta rápido, frenándola justo antes del pliegue, para que no se oyese el portazo. Entonces la encajó con mimo y se abalanzó sobre la mirilla, sin atreverse siquiera a respirar.

Allí la puerta cedía sin prisa aparente. Primero apareció una nariz pronunciada, desde una gran altura. Medio segundo después, un bigote entrecano, muy quieto. Las cejas pobladas y la mirada inquisitoria de Rogelio parecían asimilar el rotulador que junto a su puerta se encontraba. Sin soltar la puerta, levantó la barbilla y miró directamente al alma de Antonio. O eso le pareció a él, parapetado en su mirilla mientras se mordía el labio inferior. Rogelio asomó su cabeza sin pelo, miró escaleras arriba desde su entrada sin identificar movimiento. Volvió a mirar a la puerta de su vecino durante un par de segundos. Finalmente, se agachó para tomar el rotulador, lo miró con atención y volvió a su casa, asegurándose de echar el cierre.

-Maru, no te vas a creer lo que he visto -comentó Rogelio desde la puerta del salón, mientras su esposa leía en el sofá con los pies en alto.

-A ver, ¿qué pasa ahora? ¿Qué nos racionan el agua?

-No, no. El vecino…

-¿Qué vecino?

-Antonio, mujer, el de enfrente.

-¿Qué le pasa? ¿No se había ido tras esa escandalera?

-Con esos gritos me vine directo de la cocina y me puse a mirar por la mirilla. Entonces lo he visto contorsionándose frente a nuestra puerta, sudando como un puerco y sin zapatos.

-¿Qué dices? ¿Tú te estás oyendo?

-Que sí, que sí. Y cuando me ha oído abrir la puerta ha salido corriendo como si fuese un criminal o un exhibicionista de esos. Creo que intentaba hacerse con esto -dijo alzando el rotulador-. A saber para qué lo querrá con sus jueguecitos extraños.

-¿Entonces no se han ido después de toda la bulla que han formado?

-En absoluto. No sé qué ganaran con eso, pero voy a averiguarlo.

-Vale, pero cierra al salir anda, que esta novela no se lee sola -dijo aliviada de que su esposo hubiese encontrado una distracción.

Rogelio fue directo a la cocina. Como ya le enseñó su padre cuando era un crío, tomó un vaso de cristal del mueble y fue a la pequeña habitación del final del pasillo que hacía las veces de despacho. Descolgó un marco con una lámina de Leonora Carrington y pegó el vaso a la pared. Como un espía amateur, se dispuso a identificar sonidos que llegasen del otro lado. Sabía que allí debían de tener el salón los vecinos, según sus cálculos. Estuvo un rato trasteando con el tímpano asomado al culo de cristal del recipiente pero no alcanzó a oír nada. Extrañado, fue por el pasillo, posando su vaso por zonas aleatorias del gotelé. Seguía sin oír nada del otro lado y bien sabía que las paredes no eran tan gruesas. Se había acostumbrado al ruido habitual. Los había sufrido durante los últimos quince años. Hubiese identificado el sonido de la puerta si hubiesen vuelto a salir. Aquello le hizo meditar porque no confiaba lo más mínimo en la salud mental de su vecino Antonio.

Pasaron un par de días y cada vez que sacaba la basura, Rogelio intentaba detenerse junto a la puerta de Antonio, por si podía escuchar algo. Una vez le pareció oír una tos, como si alguien estuviese al otro lado de la puerta, pegado a la mirilla. Se dijo que igual fue su imaginación. Tomó el hábito de pasar horas en silencio, paseando el vaso por las paredes, a pesar de la falta de éxito. Una vez le pareció captar el inconfundible sonido de un pedo y una risa infantil, cortada al instante. Todo era realmente particular, nunca había vivido algo así, pero no tenía pruebas de qué tramaba su vecino Antonio. No obstante, estaba convencido de que algo no iba como debería. Eso sumado a que cada mañana temprano le oía gritar por la escalera que nadie le obligaría a quedarse encerrado, que era un ciudadano independiente, libre y los demás unos sumisos. Había dado la casualidad de que esas mañanas le habían pillado en el baño en el momento de la proclama. Pero Rogelio ya se había dispuesto a madrugar en las mañanas consecutivas y mirar por la mirilla cómo se marchaban o lo que demonios fuese aquello.

-Creo que están haciendo como que no están -confesó una vez a su mujer mientras almorzaban en la cocina.

-¿Para qué iban a hacer eso? No tiene sentido, Rogelio.

-Porque Antonio no sabe ni mirarse al espejo, Maru. Que va de gallito y no pasa de pollo, es así, lo conozco del bar y lo que larga por esa boca. Fijo que está en su casa con cinco paquetes de papel higiénico bajo la cama, creyéndose invulnerable.  

-Te estás obsesionando, Rogelio. Para con el temita…

-Pero no sabe con quién está jugando… Que yo estoy jubilado, Maru. Que tengo tiempo y recursos. Me voy a dedicar a desmontarle la fachada de chulo. Voy a recabar pruebas.

-¿De verdad vas a entrar en el papel de Alonso Quijano? ¡Que no está haciendo nada contra ti, Rogelio!

-Ya veremos quién tiene razón. ¡Esto es la guerra! -dijo golpeando la mesa con su puño, seriamente comprometido.

-Me voy con mi libro al sofá. Anda, friega todo esto y no molestes con tus batallitas de la comunidad.

-Te voy a pillar, Antonio… De rodillas y desarmado, como hace unos días frente a mi puerta… Ya verás -continuó mientras los espaguetis se enfriaban paulatinamente, en un fiel reflejo de los espaguetis de Antonio, que justo ese día tenía de almuerzo, pero que él no quería moverse de la puerta hasta estar seguro de que no se oiría hasta allí el repiqueteo de los cubiertos contra los platos de sus hijos.

Así corrieron los días. La cuarentena se había establecido como una lucha de inteligencia entre trincheras que eran los propios hogares. Rogelio se había hecho con un cuaderno, donde apuntaba con el rotulador en discordia los horarios de presuntas salidas y llegadas. Al no tener una rutina específica no había acertado a verlos aún por la mirilla y eso le hacía irritarse más. Lo que tenía claro es que por las tardes abusaban de la cisterna del váter como si se hubiesen contenido la mitad del día. Eso respaldaba sus elucubraciones. Aunque Maru, su mujer, no le apoyaba, sí reconocía que si nadie podía salir de casa no tenía sentido que gritaran cada mañana por el descansillo aquellas declaraciones de antisistema responsable. No obstante, ya se habían acostumbrado y le restaban tanta importancia hasta el punto de no estar seguros si esa mañana lo habían gritado o no. Rogelio seguía pasando las mañanas con el vaso en la oreja. Ya había probado todas las paredes anexas a aquel inmueble. No solía escuchar nada, pero a veces había suerte y alcanzaba a oír vocablos unidos que él entendía como <<Antonio, no se escucha si me rasco>> o <<Pues haberte duchado anoche>>. Durante los almuerzos, Rogelio y Maru teorizaban sobre aquello. Habían pasado de considerarlo mera estupidez humana a la posibilidad de efectos secundarios del virus. Todo era posible en el abanico vecinal.

-Ya sé lo que voy a hacer -anunció Rogelio una mañana a su esposa.

-A ver, querido, ¿ahora qué? -Y levantó la vista por encima del libro que tenía en su regazo.

-Voy a saltar a su balcón. Así me colaré en el piso y veré qué pasa.

-¿Has perdido la cabeza, viejo senil?

-No está tan lejos y tienen siempre la persiana hasta arriba. Un pequeño saltito y me encaramo a sus rejas. Lo he estado pensando, requiere una ejecución sencilla -argumentó, golpeando con el rotulador sus apuntes en el cuaderno, muy concentrado.

-Como sigas pretendiendo esa idea prometo que te encierro en el baño y te pegas una cuarentena en tres metros cuadrados.

-Pero…

-Ni peros ni peras ni teorías de la conspiración. Rogelio, tres metros cuadrados, quince días mínimo.

-Vale, vale… Qué crítica eres. Está bien… -aceptó con voz grave mientras repasaba  sus notas manuscritas, con el entrecejo fruncido-. ¡Ah, ya sé! ¡Ya sé! Sé cómo saber qué pasa sin saltar a su balcón.

-¿Requiere que te ate a un pilar de la casa para que no te hagas daño por locura transitoria?

-No, no. Pero sí que requiere algo de cuerda para atar…

Antonio comenzaba a perder apoyos dentro de casa. Sus hijos se habían pasado todos los juegos y pedían cada hora poder hablar con sus amigos mientras jugaban online. Su mujer, por otra parte, se había cansado de no hacer nada durante las mañanas, simulando esa ausencia que igual nadie estaba reparando en ella. De hecho, las últimas mañanas, el griterío matutino lo hacía Antonio asomando la cabeza por la puerta sin siquiera salir ni vestirse. Abría, gritaba sus revoluciones y volvía a cerrar la puerta con tiento. Pero aquella mañana, en pleno salón, estaba sufriendo un motín. Su mujer le afirmaba que ya no seguiría con aquella falsa. Que, en todo caso, ya había aguantado con su ritmo de vida más tiempo que el resto de vecinos. Al menos, en apariencia. Pero que ya no más. La televisión sin sonido era un aburrimiento. Los libros que tenían no le motivaban. Y dormir hasta el mediodía le parecía una desfachatez. Allí, en mitad del salón, en calzoncillos y camiseta de tirantes, Antonio intentaba renovar el espíritu guerrillero de su mujer, para que siguieran en la línea sin perder fuelle.

-Que no quiero quedar como aquel que se tuvo que tragar sus palabras, ¿me entiendes? -argumentaba en actitud suplicante, cara a cara con la negación que reflejaba el rostro de su mujer-. Que hablamos de honor, ¡de honor! Como Aquiles, ¿tú has visto la película?

-Antonio, que estoy cansada de esto. Ya hemos salvado bastante. ¿Quieres estar así hasta el final de la cuarentena?

-Que esto es un para-nada… Ya verás. Mucho bombo y platillo y luego veremos que… que… ¿qué es eso? -quiso saber, señalando un objeto circular que atravesaba la ventana del salón y emitía destellos.

Se acercaron al balcón unos pasos, con sus mandíbulas desencajadas, sus ojos perplejos. Entonces del objeto vieron que salían unas cuerdas que lo ataban a un palo. Un palo rojo y fino, propio de escobas y fregonas. Y en aquel círculo, entre destellos que se movían arriba y abajo, aparecieron unos ojos. Unas cejas pobladas. La mirada de Rogelio. Se miraron durante diez segundos a través de aquel espejo. Aquellos ojos levitados, a pulso del vecino desde su propio balcón, y aquella pareja paralizada por aquel in fraganti en mitad de su simulacro. Luego el palo fue desapareciendo poco a poco, por un lateral del ventanal hasta dejar el paisaje de una ciudad vacía.

La misma imagen de la cuarentena.

FIN

Alberto Revidiego

Cuarentena , Sevilla, 2020

Colección
<<CUARENTENA, MIS COJONES.
Relatos para rebeldes civilizados.
>>

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