La propuesta de un bisonte azul

Grafiti de Banksy

La propuesta de un bisonte azul

La primera vez que oyó hablar del bisonte azul sangraba por la nariz. El chelo es un instrumento incómodo de ejecutar en la calle. De ello se convencía Martisa con desaliento de intérprete mientras los viandantes fluían, resignándose a una tarea que justificara la prisa. Aunque emanasen grandes éxitos de aquellas cuerdas, pocos frenaban, cediendo a la música. Menos aún colaboraban con monedas para llenar la boca abierta de su estuche. La llegada de Paulo, compañero de conservatorio, le sirvió de eximente. Recogió su equipo y caminaron calle abajo. Invirtió sus flacas ganancias en un café para llevar y, mientras pagaba, Paulo recibió un mensaje en su teléfono. Segundos después se burlaba de lo crédulo que era su amigo. Aquel decía que ganaría mil euros haciendo fotos a una pintada. Que era un reto de ámbito local, a través de las redes sociales. Entonces pasó el móvil a Martisa, quien, retomando el camino, observó una foto del amigo en cuestión y un grafiti a su espalda, sobre una pared de piedra. Era un bisonte azul, dibujado como pintura rupestre. Bajo el mismo, una firma: Cuevaducto. Poco tardó en acceder al perfil de ese grafitero, en el que se alojaba tan solo una imagen y un vídeo. La captura era un primer plano del dibujo. En el vídeo, alguien permanecía estático en el centro, ataviado con una gabardina negra, camisa blanca, corbata roja, bombín y una enorme manzana verde colgando del mismo, obstaculizando por completo la visualización de su rostro. Martisa reconoció rápidamente el acto como un homenaje al famoso cuadro de Magritte. El tipo declaró que había esbozado un bisonte idéntico en cada municipio de Sevilla. En las plazas más céntricas. Y que ingresaría mil euros a la primera persona que subiese a su perfil fotos de ellos mismos con cada uno de los grafitis de fondo. Pero que, como contraposición, si esto se resolvía, la ciudad perdería una importante obra de arte. No especificaba cuál ni cómo, pero esto lo supo Martisa más tarde, porque centrada en el vídeo no divisó la farola con la que acabó chocando, convirtiendo su nariz en un gotero caliente.

Recordó la anécdota cuando tomaba protagonismo en el telediario nacional. Por entonces, tras debatir qué harían si viviesen en Sevilla, la gran mayoría de sus amigos se burlaron del asunto, inclinándose por la indiferencia. No les era creíble. Teatro para ganar seguidores en redes sociales. Ese fue el resumen. De aquello hacía un mes y ahora, durante el almuerzo, las noticias se centraban en la desaparición de un cuadro de Murillo del Museo de Bellas Artes de Sevilla. Se desconocía responsable y modus operandi. Barajaban hipótesis. Se nombró como coletilla una teoría del bisonte azul. Lo definieron como un juego, hecho viral en Internet, que podía estar relacionado. Martisa, en pocos movimientos, se internó en el perfil de Cuevaducto desde su teléfono. Muchísimas fotos de gente anónima se habían sumado al reto de cazar bisontes azules. La mayoría repetían fondo, probablemente el grafiti de la capital. La más reciente, un chico joven, saltando de alegría, con un cartel que rezaba: “¡MIL EUROS!”. Martisa recibió mensajes de amigos, excitados porque aquello estuviese pasando. Había vídeos donde el ganador clamaba que Cuevaducto había cumplido. En las principales redes, la gente estaba dividida entre los que aplaudían al ganador y los que lo etiquetaban de miserable. El conflicto se envilecía entre sevillanos, aunque nadie reconocía el alto porcentaje de participación en la propuesta. Solo una minoría centraba sus acusaciones en el culpable o culpables en la sombra, exigiendo un resultado eficiente por parte de las unidades criminológicas. Martisa no sabía qué había pasado en Sevilla, pero confiaba en los medios. Si lo habían destacado, es que habría indicios de vinculación. Ahora estaba en manos de la policía. Configuró una alerta sobre aquel canal, para que cuando hubiese novedades pudiese consultarlo al instante.

El ensayo general fue un suplicio. El castigo era la repetición intermitente de un preludio que nunca alcanzaba fin. El profesor, incapacitado para la didáctica, dilataba los procesos. Al culminar, se desahogaron con saña mientras Martisa encendía su teléfono. Actualizados sus mensajes, vislumbró una notificación de Cuevaducto. Tras cuatro meses de silencio volvía a publicar un vídeo. Recordó que seguían sin noticia sobre el Murillo incautado. Martisa había razonado para sí que, de tener pruebas suficientes, habrían cerrado los perfiles de Cuevaducto. Alertado Paulo, decidieron verlo allí mismo, entre filas de atriles sin partitura. De nuevo el homenaje a Magritte. Sin referencia a lo sucedido, mencionó un nuevo reto. El mismo procedimiento pero a escala nacional. Había un bisonte azul junto al ayuntamiento principal de cada provincia y ciudad autónoma del país. El primero que se fotografiase con ellos ganaría un millón de euros. Añadió que, a cambio, se perdería una obra pictórica de trascendencia universal. Sumó al costo los originales de algún creador literario célebre en lengua castellana. Y, por último, confirmó la necesaria desaparición de un conjunto histórico. Alto precio y cuantiosa recompensa por cincuenta y dos fotos. Martisa no supo qué decir cuando observó a Paulo pero éste, con la mirada perdida en los ojos de su compañera, le propuso intentarlo.

El coche de Paulo rodaba a toda velocidad. Era nuevo, de alta gama. Aquello hizo a Martisa preguntarle su motivación para el reto, subrayando la falta de necesidad. Paulo venía de buena familia, a diferencia de ella. “Un millón es un millón” precisó su amigo. “Y poco tienen que ver conmigo esas obras”, sentenció al tomar el acceso a la que sería su última ciudad, tras una semana intensa de carretera y vuelos. Habían partido el día siguiente a la publicación del vídeo. Seguían el perfil oficial y hubo gente que se movió igual de rápido. También creció la opinión popular de que no debían promocionar tales actos. Todo junto a los comentarios del tipo coge el dinero y corre. Una vez llegaron, fue fácil situarse. El bisonte azul de Sevilla. Acabar allí era premeditado. Habían compartido la foto de cada grafiti en tiempo real, viendo como la mayoría desistían más por pereza que por principios viendo su ventaja. No obstante, el fervor y el odio sobre ellos crecían en redes sociales. Llegaron a recibir amenazas. Pero no cedieron. Tomaron su última foto juntos. A Martisa le pareció que algunos viandantes los miraban con fijeza al pasar cerca. Su compañero subió la foto al perfil allí mismo, anunciando la victoria. Esa semana, los medios recogieron los hechos porque la gente no paraba de mover el asunto. Paulo consultaba sus mensajes a diario esperando la felicitación y recompensa de Cuevaducto que no llegaría. Al tiempo, noticiarios de todo el mundo anunciaron la desaparición de cincuenta manuscritos de Lope de Vega, así como el paradero desconocido del Guernica de Picasso. Teorías, conspiraciones, pero pocas respuestas sobre la mesa. La sociedad se volcó contra Martisa y Paulo de forma muy violenta en la red. Esa noche filtraron un vídeo que se multiplicó en minutos. La iluminación era precaria, pero definía el interior de la cueva de Altamira, con aquellos animales milenarios, inmóviles frente al sonido creciente de una detonación que cortó la señal en segundos. La opinión social fue lacerante. Horas después, una alerta anunciaba nueva foto en el canal de Cuevaducto. Un bisonte azul con subtítulo que decía: “¿Es necesario seguir?”. Esa tarde el perfil se cerró y una llamada anónima localizó las obras de arte en un almacén. La explosión de Altamira fue un montaje. La reacción popular no.

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Alberto Revidiego