La brisa vertical

La brisa vertical

Con la buena tarde que había sido, mantener este silencio era del todo ridículo. Así se lo dije, con el acopio de tacto necesario. Pero ella sigue manteniendo su impostura de féretro, irreductible, mirada al frente, labio contra labio. A hacer tiempo. En aquella recóndita parada en la vía de servicio junto a la autopista. A la espera de un autobús que pasaba cada hora. El mismo autobús que nos podría dejar en el centro tras media hora de silencio hombro con hombro. Ni siquiera entiendo a qué viene tanta molestia. Ni el agujero por el que cayeron todas mis buenas palabras. Tenía el tono calculado para el encuentro de ambas posturas. La bandera blanca casi transparente. Las caricias a una mano que se retrae. La atención absoluta que desprecia sin palabra, con sólo girar la cabeza. Así que me levanté de aquel asiento, aproximándome a la calzada y tomé asiento en el bordillo. Una distancia prudente a su enfado en la que amasar mi propio silencio.

Por lo que ahora trato de distraerme con el escaso tráfico que, a toda velocidad, levanta el aire ruidosamente. Y pasan veinte minutos con apenas cuatro coches y un camión. Me aburro. Intuyo que ella también pero no pienso girarme y comprobarlo. Conteniendo las rodillas con los antebrazos, levanto la vista a este cielo de terrario, sin nubes ni avionetas. Localizo dos manchas que, en paralelo, cruzan la anchura de la autopista a cierta altitud. Se aproximan a donde estamos y las logro identificar. Palomas. Grises, moteadas, comunes. No rompen la formación al girar noventa grados y dirigirse a una señal de tráfico. Allí se posan, agitan sus alas, las pliegan y gorgotean. Una vigila la ida, la otra la vuelta e imagino que charlan sobre la quietud de la vía. O tal vez se han perdido y tratan de averiguar qué dirección tomar. Me gustaría señalárselas a ella y bromear a su costa, poniéndoles voces ridículas a sus movimientos, pero la dureza del bordillo me recuerda que estamos enfadados. O más bien que ella lo está. Cualquiera que sea la razón. Por lo que mantengo mi boca cerrada hasta que una fuerte ráfaga de aire me agita por completo y me lleva mechones de pelo a los ojos, haciéndome maldecir.

Cuando me recompongo aprecio cómo una figura amorfa y completamente negra se aproxima por la carretera a lentos saltos. Gira, salta, se descompone en otros pliegues y aterriza a merced del viento. Supongo que aquella bolsa habría emergido de una de las cunetas. No tengo ni idea. Igual ya venía rondando desde lejos hacia esta dirección. Lo único que sé es que antes no estaba y ahora parece increíble no haberla divisado en un vistazo anterior. Cuando se despliega ocupa su buen metro y medio de ancho. Sin embargo, si gira y se contrae, apenas ocupa más que un puño. De nuevo la brisa sopla y la bolsa da un salto largo, adaptando ángulos a su superficie. Al girar mi cabeza para impedir que los pelos vuelvan a cegarme, veo cómo la pareja de palomas remonta el vuelo siguiendo una trayectoria imperceptible que las desemboca en una altura desapegada a lo terrenal. Allí agitan con brío sus plumas, con el pico abierto, mientras una le saca ventaja a la otra. Miro de nuevo a la izquierda, por si viniese un autobús diminuto al fondo de la vía, pero esta se encuentra sitiada por la tranquilidad. Su única interferencia es aquel plástico inanimado. Vuelvo a los pájaros y capto a tiempo el ínfimo viraje por el que dejan de ascender y planean con suavidad. Van a aproximándose a la parada del bus, dibujando anchas circunferencias con su trayectoria. Una junto a la otra, sin tocarse, descendiendo a través del viento, con un mínimo movimiento de sus alas rectas. A veces levantan un poco su cuello gris, frenando el ritmo, para luego inclinarlos y descender a favor del aire. Casi consigo olvidarme de lo que me rodea. Se alejan y vuelven. Se alejan y de nuevo hacia aquí. Aún se mantienen a una altura suficiente para no proyectar sombra sobre el asfalto.

Miro a la bolsa que se aproxima por la izquierda, con su traqueteo irregular, como si llevase en su interior algún tipo de engranaje. Calculo que en apenas medio minuto dará saltos frente a mí. Mientras tanto sigue sin haber señales de nuestro transporte. De hecho, de ningún otro vehículo. Miro el reloj pensando en el horario estipulado por la compañía. Agacho la cabeza, apoyándola entre mis brazos y cierro los ojos. El único sonido que llega es un murmullo aglomerado de la población. Y el viento, que poco después se levanta con fuerza, como un espasmo de aire y levanto la vista para ver como la bolsa negra se dilata, ascendiendo verticalmente, boca abajo, unos metros por encima de nuestras cabezas. Con la mano aprisiono el pelo y sigo su recorrido con los ojos achicados. La bolsa sube en zigzag, pero constante como un globo, arrugada y gorda, sin control. Y la corriente se desinfla, permitiendo a la bolsa ir ahora cayendo con calma, dándome la vaga apariencia de un espectro de cine clásico. Atendía a sus giros dados a cámara lenta cuando entran en el plano las palomas y una de ellas es engullida por el plástico.

El gesto fue de un puñetazo desde el interior. Avanza unos metros a la izquierda, en caída vertical. La otra paloma cierra el círculo con las esferas negras de sus ojos muy abiertas. La bolsa comienza a emitir gorgoteos agudos y se sacude con nerviosismo. Un ala atraviesa el asa de la bolsa y se agita a gran velocidad. Consigue mantener la escasa altitud, mientas el otro pájaro da vueltas cortas alrededor de aquel bulto. Pían con estridencia, el uno al otro, a pesar de no poder verse. Se acercan dando tumbos hasta la parada del autobús, pero no puedo hacer nada por ayudar. Siguen a cierta altura sobre la autopista. Sigo atento aquella lucha por zafarse del plástico que lo acorrala. Un leve rugido toma presencia en la escena y observo como a lo lejos viene un turismo a buena velocidad. Noto que al animal aprisionado le empieza a costar sostenerse en el aire y que su compañera también se dio cuenta, porque ahora vuela tan cerca que le lanza picotazos a la bolsa. El plástico no hace más que doblarse y reducir su volumen, destacando los golpes de ala y pico que la paloma lanza dentro de aquel foso oscuro. El sonido del motor crece y sospecho que el hecho de no saber su procedencia está asustando más aún al pájaro. Se agita la brisa entre los graznidos de las palomas y la presencia del coche. Levanto de nuevo la mano para no perderme detalle. La paloma libre se aferra con sus garras a ese objeto deforme y negro, mientras la prisionera brega con menos fuerzas, quizás paralizada por el sonido del motor y los neumáticos que ya llegan. Y deja de moverse.

El peso es demasiado para la otra paloma, que desciende a su vez sin soltar aquella cosa. Ya proyectan sombra sobre el asfalto. Allí en el bordillo pienso que me gustaría correr y atrapar el bulto, pero van cayendo en mitad de la vía y el coche está a punto de pasar. La paloma levanta el cuello, con el pico abierto y algunas plumas van levitando sueltas tras la trayectoria. El viento sopla y la bolsa cae con fuerza y gira dos veces. Un ala, un pico y luego el resto salen de aquella sombra inflada, con movimientos torpes y ateridos. Las palomas retoman altura y se alejan, reconociéndose con gorgoteos afónicos del esfuerzo. Me vuelvo a ella, aliviado, pero mantenía los ojos cerrados con indiferencia. Cambia el viento y me vuelvo a girar sobre el bordillo. Aprecio como la bolsa cae sobre el parabrisas del coche cuando pasa, inundándolo de plumas y ángulos, haciendo torcer su dirección y arrojándose sobre nosotros.

Alberto Revidiego